Tengo el infinito paraíso dando vueltas en una taza y una
cuchara de metal. Guardo el compás de la ceniza en una de cada dos caladas y
van más de un millón, si contamos cada mañana desde que cumplí los diecisiete.
Se puede decir que llevo un buen ritmo, pero a los dos minutos después, tengo
otra vez la casa en llamas.
No parece tener solución. Hasta me he despertado
más temprano por si tuviera que ver algo con la hora, pero no. Ni las nueve, ni
las ocho, ni las siete, basta que siga mi pauta diaria, para que a los dos
minutos después se empiece todo a calcinar. Y cuando no queda ni un mueble, ni
un electrodoméstico de última generación, de vuelta a los grandes almacenes y a
sus ofertas en rojo. Ya me conocen. Con el carro lleno y la espalda cada vez
más dolorida llego a casa y subo cinco pisos; no me gusta el ascensor. Por la
noche todo queda precioso, el microondas blanco, la nevera de metal -me
encantan estas neveras- el sofá con cheslón, el palito verde de bambú…qué
pena…mañana dos minutos después…no lo quiero ni pensar. Quizá sea cosa de las
paredes, puede que pintando… ¡Ni me planteo cambiar de casa! Porque tengo el
infinito cada mañana, solo dos minutos. Suficiente.
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