lunes, 28 de septiembre de 2015

Entre la calle Alcalá y la Gran Vía

Frio, congelado, con la piel tirante y una sonrisa en la cara me encontré a mi padre en la puerta de un banco. Con los mismos ojos que una lubina en la pescadería: como espejos de lágrimas heladas. Era una buena pieza, seguro.
Las manitas en los bolsillos, los pies en los zapatitos, el cuerpo encogido, siempre tuvo el cuerpo encogido y un pelo magnífico. Y no iba a mirar, pero entre la salida del metro y mi calle hay sólo una esquina y en esa esquina un banco, y tirado en la puerta en mangas de camisa, mi padre, así que le vi, aunque siguiera andando como si nada, cruzando calles y bancos y a padres en las esquinas, con la cabeza hacia un lado y a siete paradas de metro del lugar adonde iba, le vi y le veía y ahora le sigo viendo morir entre la calle Alcalá y la Gran Vía.


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